domingo, 17 de julio de 2011

Louis Wain

    Inmóvil, reposo en el sillón mientras el sol se pone y abandona mi cuarto. El ambiente se siente aletargado. Como una incandescencia entre cenizas el atardecer alumbra levemente la habitación. El aire también es gris y caliente.
    Contemplo mis propios cuadros, en todos se repite el mismo tema. El tapiz me recuerda a mi madre y los pequeños felinos son mi vida, los he dibujado como si fueran los protagonistas del mundo. Los doctores dijeron a mis hermanas que precisamente los gatos me infectaron con la locura. Desvío la mirada hacia la pared, me abstraigo en ese último pensamiento. Es inaceptable, es injusto; es propia de un ciego tal conclusión. La pared, sus contornos, su meticulosa capacidad de ser, todo fue diseñado por mí; el tapiz es el mismo aquí y en los dibujos. Aquel que se asoma por la ventana a mirar el atardecer que ilumina a su palacio no es nadie más que yo. Puedo retratar la realidad tal como es, eso no puede hacerlo un loco.
    Conforme mi vida se extingue puedo ver mentalmente cómo el gato y el tapiz se funden en un mismo patrón. Tienen la misma lógica, la misma esencia de alguna manera. Sé que llegará el día en el que ambos se acomoden en armonía; ese día será, yo imagino, el de mi muerte.

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