domingo, 19 de junio de 2011

EL SUEÑO DE LA SERPIENTE

        Caminé por el almacén de Lucía, era alto como iglesia y sus luces no alcanzaban a abarcar los rincones de piedra tornasol. Caminé entre los estantes herrumbrosos y los objetos opacos hacia el punto más luminoso; allí se encontraba ella sentada en su escritorio. Concentraba su atención en alguna labor que no me era permitido distinguir. Yo solo la miraba a ella, a aquella andaluza que había llegado hasta nuestra patria y época. Ella miraba sus manos sobre la mesa, una delante de la otra; se afanaban en una labor imprecisa como captando las esencias del mundo. Su imagen parecía eterna, como si le hubiera pertenecido siempre. Esa imagen permaneció tatuada en mis ojos y mente como con una braza, como si fuera mi único recuerdo.
        Alcé mi mirada hacia su vasto acuario, las peceras estaban dispuestas en un estante cercano, me acerqué a observar una de ellas y escuché que Lucía me hablaba: Aquella es la Sierpe que da Tumbos, se dice que su desplazamiento irregular afecta la marcha del mundo, cada uno de sus traspiés está conectado a alguna vicisitud en el camino de alguien.
        La serpiente era de color rosa nacarado con suaves manchas color violeta y naranja. La vi ondular torpemente entre los corales, pero había un rasgo incierto en aquella imagen que enajenaba mi propia mirada. Esta nueva imagen arrebataba mi mirada de las otras cosas, incluso la arrebataba de mí mismo. Me perdí en aquella escena como si el mundo se hubiera reducido a las dimensiones del cristal y del agua que distorsionaba las mesuras. La Sierpe pareció percatarse de mi cercanía y comenzó una danza nefasta. La miré hacer circunvoluciones progresivamente más rápidas hasta que alcanzó una velocidad inconcebible, sus colores cambiaban de un momento a otro y hubo un momento en el que no pude distinguir dónde comenzaba su cuerpo alargado y dónde terminaba.
        Aparté la vista súbitamente y con cierta aprensión le hice saber a Lucía que la Sierpe estaba a punto de abandonar su pecera. Ella no se inmutó y me dijo, sin abandonar la labor que la abstraía, que aquello tenía que ocurrir eventualmente.
        Es todo cuanto recuerdo.

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