jueves, 16 de junio de 2011

LAS MENTIRAS DE FRAY DIOSDADO

        Mi nombre es Alfonso Briceño Diosdado o simplemente Diosdado. Solía enseñar teología en una capilla de Río de la Plata, Argentina. Pero antes que educador, era un estudioso de los secretos y conocimientos divinos. La avidez con la que los buscaba se asemejaba a la del adicto más enloquecido, mi vida entera se reducía prácticamente a esa sola actividad. Para procurarme la sustancia que daba compulsión a mi existencia pasé muchas noches en vela usando distintas vías o herramientas: el ocultismo, la Red de Redes, la asociación y comunicación con diversos grupos secretos, la ciencia, las teorías del Caos.
        No ha cambiado nada en lo absoluto. Diré que hoy en día tengo otras necesidades mucho menos elevadas que saciar, pero nada más, pues estas palabras tienen una garantía contra los profanos, y además, porque el menos indicado para hablar de mí soy yo mismo. Lo que puedo decir libremente –por ser irrelevante– y lo que recuerdo es que alguna vez estuve cerca de descubrir un secreto en apariencia importantísimo: la eterna adherencia espiritual a Dios, el Nirvana, el Logos, la Piedra Filosofal, o como deseen llamarlo. A mis 32 años yo no perdía el tiempo.
        Aquel día no lo olvidaré nunca, es como el centro de gravedad sobre el que todas mis memorias se aglutinan como un muégano. Recuerdo las sensaciones, recuerdo la moraleja, pero las ideas dejaron de ser concretas. Recuerdo que tenía la mesa del estudio llena de papeles y libros que había juntado de todos los rincones del mundo y anotaciones que sintetizaban años de aprendizaje. Leía y releía un tratado que escondía una revelación secreta acerca del Sol y al pronunciar cierta línea, súbitamente ocurrió: Las ideas y conceptos que había aprendido durante toda mi vida encajaron como las piezas de un rompecabezas con armoniosa belleza. Vino una calma sobrenatural; era como si repentinamente fuera consciente del silencio y del espacio entre los poros de mis huesos. Había tropezado con aquella respuesta de pronto, casi por casualidad. Recuerdo mi propia risa, casi infantil, eufórica, delirante.
        Cerré la capilla y me fui, embriagado ya, a un bar cercano para celebrar mi descubrimiento. Sé que debí ser más humilde y reflexionar en mi estudio, pero pensaba en que ya habría tiempo para eso, pensaba en lo divertido que sería charlar con los demás ebrios sobre asuntos mundanos después de haber hecho el descubrimiento más grande de mi vida. Recuerdo que en el bar me entretuve pensando en que existe un contraste ambiguo entre los hombres que se dedican al conocimiento propio y de Dios y los hombres que de sí mismos hacen animales y se embrutecen con alcohol.
        Salí del bar en la madrugada completamente ebrio. En la calle iluminada solamente por la luna me vi a mí mismo dar tumbos, como si mi alma contemplara a mi cuerpo desde fuera, como si la vida fuese falsa o artificial y la existencia verdadera acechara en silencio. Lo último que recuerdo es que vi mi cuerpo atravesar un arco y perderse entre las sombras.
        Desperté la tarde siguiente en el suelo de la capilla. Tenía la ropa hecha jirones ensangrentados, la piel me ardía, tenía marcas de mordidas y rasguños por todos lados, sentía la cabeza inflamada. El estudio estaba hecho trizas, se había roto un espejo y los vidrios estaban regados en el piso. Encontré con horror mis textos invaluables, irrecuperables, destruidos; mis anotaciones empapadas de sangre, arruinadas con dibujos y símbolos absurdos. Reconocí mis propios trazos a pesar de que eran groseros y toscos.
        Me aseguré de que nadie hubiera entrado a la capilla en la noche pero no había signos de que alguien hubiera forzado la puerta. El responsable del desastre y de mis lesiones había sido yo mismo, pero no recordaba absolutamente nada. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo pude perder el control de esa manera? Pensaba yo mientras caminaba en círculos por todo el cuarto con la cabeza entre las manos.
        Me detuve en seco a mitad de mi desordenada carrera porque me di cuenta de algo horrible: tampoco recordaba el descubrimiento del día anterior. Una infinita ansiedad recorrió mi espalda. Si no recordaba nada sobre aquella revelación entonces era como si nunca la hubiera encontrado. Apreté los ojos con angustia y por alguna razón sentí la mirada de decenas de ojos expectantes que me miraban con sorna.
        Traté de poner en orden mis ideas, pero las ideas no encajaban más. Me lancé al piso y desesperadamente traté de juntar los trozos de papel como si fueran las piezas de mi propia vida hecha pedazos. Me detuve cuando vi que juntaba fragmentos del espejo y tiras de tela junto con los textos destrozados, como si palabras, espejos y envolturas fueran la misma cosa.
        Miré los fragmentos del espejo roto y me contestaron con un reflejo frío, una ironía o una eterna incoherencia. Traté de pensar en una palabra que fuese opuesta a “reflejo”, pero no la encontré. Pasé horas acuclillado mientras se hacía de noche, nada más pensando como la estatua de Rodin. Observé que el reflejo se disolvía lentamente hasta desaparecer por completo. Esta era, sin duda, una nueva revelación, muy distinta a la que había olvidado, y la entendía perfectamente. Me levanté con tranquilidad para cambiarme y buscar un abrigo; mientras, pensaba en que no me importaba en absoluto lo que hubiera descubierto el día anterior, los textos que había leído y escrito durante toda mi vida me parecían ahora insípidos y bobos. Concluí que si el universo es el estadio donde Dios y el Diablo juegan fútbol, yo me había convertido en un escarabajo que masticaba hojas en un árbol muy lejos de ahí.
        No era una sensación placentera, no lo ha sido aún después de 23 inmutables años. Es como un eterno hormigueo bajo la piel, un zumbido de los nervios; es como un incendio en la mente; como un enjambre de negras langostas alojado en el corazón. Pero estoy agradecido. No cambiaría el camino que he recorrido porque es lo único que me pertenece, aunque no esté en mí dirigirlo. Además todavía me queda mi sentido del humor: me encanta mentir y confundir diciendo la verdad. Y he ejercitado este arte cada vez que tengo la oportunidad.
        Salí, pues, de la capilla. Tomé una bocanada de la brisa fresca que ofrecía la noche y fue como llenar mis pulmones de posibilidades. Una rata se asomó por la grieta de una pared dándome las buenas noches; yo me agaché hacia ella y con una perspicaz habilidad alcancé a atraparla. Le clavé los dientes en el lomo hasta que brotó sangre porque era algo que nunca había hecho. Dejé la envoltura vacía del animal en un basurero al pasar. Esta vez sonreí solamente, con sobriedad y franqueza, y me eché a caminar sin rumbo.

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