domingo, 17 de julio de 2011

Louis Wain

    Inmóvil, reposo en el sillón mientras el sol se pone y abandona mi cuarto. El ambiente se siente aletargado. Como una incandescencia entre cenizas el atardecer alumbra levemente la habitación. El aire también es gris y caliente.
    Contemplo mis propios cuadros, en todos se repite el mismo tema. El tapiz me recuerda a mi madre y los pequeños felinos son mi vida, los he dibujado como si fueran los protagonistas del mundo. Los doctores dijeron a mis hermanas que precisamente los gatos me infectaron con la locura. Desvío la mirada hacia la pared, me abstraigo en ese último pensamiento. Es inaceptable, es injusto; es propia de un ciego tal conclusión. La pared, sus contornos, su meticulosa capacidad de ser, todo fue diseñado por mí; el tapiz es el mismo aquí y en los dibujos. Aquel que se asoma por la ventana a mirar el atardecer que ilumina a su palacio no es nadie más que yo. Puedo retratar la realidad tal como es, eso no puede hacerlo un loco.
    Conforme mi vida se extingue puedo ver mentalmente cómo el gato y el tapiz se funden en un mismo patrón. Tienen la misma lógica, la misma esencia de alguna manera. Sé que llegará el día en el que ambos se acomoden en armonía; ese día será, yo imagino, el de mi muerte.

domingo, 19 de junio de 2011

EL SUEÑO DE LA SERPIENTE

        Caminé por el almacén de Lucía, era alto como iglesia y sus luces no alcanzaban a abarcar los rincones de piedra tornasol. Caminé entre los estantes herrumbrosos y los objetos opacos hacia el punto más luminoso; allí se encontraba ella sentada en su escritorio. Concentraba su atención en alguna labor que no me era permitido distinguir. Yo solo la miraba a ella, a aquella andaluza que había llegado hasta nuestra patria y época. Ella miraba sus manos sobre la mesa, una delante de la otra; se afanaban en una labor imprecisa como captando las esencias del mundo. Su imagen parecía eterna, como si le hubiera pertenecido siempre. Esa imagen permaneció tatuada en mis ojos y mente como con una braza, como si fuera mi único recuerdo.
        Alcé mi mirada hacia su vasto acuario, las peceras estaban dispuestas en un estante cercano, me acerqué a observar una de ellas y escuché que Lucía me hablaba: Aquella es la Sierpe que da Tumbos, se dice que su desplazamiento irregular afecta la marcha del mundo, cada uno de sus traspiés está conectado a alguna vicisitud en el camino de alguien.
        La serpiente era de color rosa nacarado con suaves manchas color violeta y naranja. La vi ondular torpemente entre los corales, pero había un rasgo incierto en aquella imagen que enajenaba mi propia mirada. Esta nueva imagen arrebataba mi mirada de las otras cosas, incluso la arrebataba de mí mismo. Me perdí en aquella escena como si el mundo se hubiera reducido a las dimensiones del cristal y del agua que distorsionaba las mesuras. La Sierpe pareció percatarse de mi cercanía y comenzó una danza nefasta. La miré hacer circunvoluciones progresivamente más rápidas hasta que alcanzó una velocidad inconcebible, sus colores cambiaban de un momento a otro y hubo un momento en el que no pude distinguir dónde comenzaba su cuerpo alargado y dónde terminaba.
        Aparté la vista súbitamente y con cierta aprensión le hice saber a Lucía que la Sierpe estaba a punto de abandonar su pecera. Ella no se inmutó y me dijo, sin abandonar la labor que la abstraía, que aquello tenía que ocurrir eventualmente.
        Es todo cuanto recuerdo.

jueves, 16 de junio de 2011

LAS MENTIRAS DE FRAY DIOSDADO

        Mi nombre es Alfonso Briceño Diosdado o simplemente Diosdado. Solía enseñar teología en una capilla de Río de la Plata, Argentina. Pero antes que educador, era un estudioso de los secretos y conocimientos divinos. La avidez con la que los buscaba se asemejaba a la del adicto más enloquecido, mi vida entera se reducía prácticamente a esa sola actividad. Para procurarme la sustancia que daba compulsión a mi existencia pasé muchas noches en vela usando distintas vías o herramientas: el ocultismo, la Red de Redes, la asociación y comunicación con diversos grupos secretos, la ciencia, las teorías del Caos.
        No ha cambiado nada en lo absoluto. Diré que hoy en día tengo otras necesidades mucho menos elevadas que saciar, pero nada más, pues estas palabras tienen una garantía contra los profanos, y además, porque el menos indicado para hablar de mí soy yo mismo. Lo que puedo decir libremente –por ser irrelevante– y lo que recuerdo es que alguna vez estuve cerca de descubrir un secreto en apariencia importantísimo: la eterna adherencia espiritual a Dios, el Nirvana, el Logos, la Piedra Filosofal, o como deseen llamarlo. A mis 32 años yo no perdía el tiempo.
        Aquel día no lo olvidaré nunca, es como el centro de gravedad sobre el que todas mis memorias se aglutinan como un muégano. Recuerdo las sensaciones, recuerdo la moraleja, pero las ideas dejaron de ser concretas. Recuerdo que tenía la mesa del estudio llena de papeles y libros que había juntado de todos los rincones del mundo y anotaciones que sintetizaban años de aprendizaje. Leía y releía un tratado que escondía una revelación secreta acerca del Sol y al pronunciar cierta línea, súbitamente ocurrió: Las ideas y conceptos que había aprendido durante toda mi vida encajaron como las piezas de un rompecabezas con armoniosa belleza. Vino una calma sobrenatural; era como si repentinamente fuera consciente del silencio y del espacio entre los poros de mis huesos. Había tropezado con aquella respuesta de pronto, casi por casualidad. Recuerdo mi propia risa, casi infantil, eufórica, delirante.
        Cerré la capilla y me fui, embriagado ya, a un bar cercano para celebrar mi descubrimiento. Sé que debí ser más humilde y reflexionar en mi estudio, pero pensaba en que ya habría tiempo para eso, pensaba en lo divertido que sería charlar con los demás ebrios sobre asuntos mundanos después de haber hecho el descubrimiento más grande de mi vida. Recuerdo que en el bar me entretuve pensando en que existe un contraste ambiguo entre los hombres que se dedican al conocimiento propio y de Dios y los hombres que de sí mismos hacen animales y se embrutecen con alcohol.
        Salí del bar en la madrugada completamente ebrio. En la calle iluminada solamente por la luna me vi a mí mismo dar tumbos, como si mi alma contemplara a mi cuerpo desde fuera, como si la vida fuese falsa o artificial y la existencia verdadera acechara en silencio. Lo último que recuerdo es que vi mi cuerpo atravesar un arco y perderse entre las sombras.
        Desperté la tarde siguiente en el suelo de la capilla. Tenía la ropa hecha jirones ensangrentados, la piel me ardía, tenía marcas de mordidas y rasguños por todos lados, sentía la cabeza inflamada. El estudio estaba hecho trizas, se había roto un espejo y los vidrios estaban regados en el piso. Encontré con horror mis textos invaluables, irrecuperables, destruidos; mis anotaciones empapadas de sangre, arruinadas con dibujos y símbolos absurdos. Reconocí mis propios trazos a pesar de que eran groseros y toscos.
        Me aseguré de que nadie hubiera entrado a la capilla en la noche pero no había signos de que alguien hubiera forzado la puerta. El responsable del desastre y de mis lesiones había sido yo mismo, pero no recordaba absolutamente nada. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo pude perder el control de esa manera? Pensaba yo mientras caminaba en círculos por todo el cuarto con la cabeza entre las manos.
        Me detuve en seco a mitad de mi desordenada carrera porque me di cuenta de algo horrible: tampoco recordaba el descubrimiento del día anterior. Una infinita ansiedad recorrió mi espalda. Si no recordaba nada sobre aquella revelación entonces era como si nunca la hubiera encontrado. Apreté los ojos con angustia y por alguna razón sentí la mirada de decenas de ojos expectantes que me miraban con sorna.
        Traté de poner en orden mis ideas, pero las ideas no encajaban más. Me lancé al piso y desesperadamente traté de juntar los trozos de papel como si fueran las piezas de mi propia vida hecha pedazos. Me detuve cuando vi que juntaba fragmentos del espejo y tiras de tela junto con los textos destrozados, como si palabras, espejos y envolturas fueran la misma cosa.
        Miré los fragmentos del espejo roto y me contestaron con un reflejo frío, una ironía o una eterna incoherencia. Traté de pensar en una palabra que fuese opuesta a “reflejo”, pero no la encontré. Pasé horas acuclillado mientras se hacía de noche, nada más pensando como la estatua de Rodin. Observé que el reflejo se disolvía lentamente hasta desaparecer por completo. Esta era, sin duda, una nueva revelación, muy distinta a la que había olvidado, y la entendía perfectamente. Me levanté con tranquilidad para cambiarme y buscar un abrigo; mientras, pensaba en que no me importaba en absoluto lo que hubiera descubierto el día anterior, los textos que había leído y escrito durante toda mi vida me parecían ahora insípidos y bobos. Concluí que si el universo es el estadio donde Dios y el Diablo juegan fútbol, yo me había convertido en un escarabajo que masticaba hojas en un árbol muy lejos de ahí.
        No era una sensación placentera, no lo ha sido aún después de 23 inmutables años. Es como un eterno hormigueo bajo la piel, un zumbido de los nervios; es como un incendio en la mente; como un enjambre de negras langostas alojado en el corazón. Pero estoy agradecido. No cambiaría el camino que he recorrido porque es lo único que me pertenece, aunque no esté en mí dirigirlo. Además todavía me queda mi sentido del humor: me encanta mentir y confundir diciendo la verdad. Y he ejercitado este arte cada vez que tengo la oportunidad.
        Salí, pues, de la capilla. Tomé una bocanada de la brisa fresca que ofrecía la noche y fue como llenar mis pulmones de posibilidades. Una rata se asomó por la grieta de una pared dándome las buenas noches; yo me agaché hacia ella y con una perspicaz habilidad alcancé a atraparla. Le clavé los dientes en el lomo hasta que brotó sangre porque era algo que nunca había hecho. Dejé la envoltura vacía del animal en un basurero al pasar. Esta vez sonreí solamente, con sobriedad y franqueza, y me eché a caminar sin rumbo.

SOMBRAS, UMBRALES, CLAVES Y LLAVES

       Antes que nada, ¿Qué diferencia hay entre la palabra clave y la palabra llave? Las dos tienen exactamente la misma raíz del latín: clavis. En el español una llave es un instrumento físico, mientras que la clave es simbólica. La palabra clave está mas cerca de su raíz original y es algo que existe, en mayor grado, en el mundo de las ideas.
       A pesar de que umbral no tiene nada que ver etimológicamente con las sombras, uno puede llegar a darse cuenta de que existe, en la cercanía de un umbral, una zona envuelta en oscuridad. Probablemente es uno el que está envuelto en penumbras, tal vez lo desconocido yace detrás de una puerta, tal vez el mundo es claro y lo ensombrecemos cada vez que abrimos umbrales como un queso que se llena de agujeros.
        Pero la explicación anterior está impregnada con la ilusión de la dualidad y los opuestos. No basta con que por un lado existan claves y por el otro umbrales, no es verdad que por un lado sólo hay luz y por el otro oscuridad. Este esquema de pensamiento de un sólo eje ha sido calificado como miope y falso en recientes ocasiones y al parecer esta opinión es la que va ganando. Resulta interesante que muchos de los embates provengan de la cultura pop actual: películas como Donnie Darko, cómics como Watchmen y The Punisher y escritores y guionistas posmodernos –a falta de una mejor manera de llamarlos– como Grant Morrison han tratado este tema bajo distintas perspectivas y la conclusión invariablemente demuestra que es una visión limitada si se le compara con otras formas de pensamiento. Maniqueísmo; es la palabra que se utiliza para identificar esta manera de percibir y clasificar las cosas del mundo. La palabra misma tiene incluso connotaciones desfavorables.
       Otra situación curiosa es que, según Ferdinand de Saussure, la naturaleza básica de los nombres, o mejor dicho de los signos, es dual –concepto e imagen acústica o significado y significante–, pero recientemente leí un texto, muy fácil de digerir, de una mujer llamada María Cristina Mata, donde se menciona una estructura triple del signo: significado, significante y, además, agrega el elemento del referente, el cual es el objeto que existe en la realidad sin haberse convertido aún en concepto. Tiene sentido. Si se dividió el ámbito ideal del signo en dos conceptos diferenciados; significado y referente, entonces el significante, que existe en el plano material, podría dividirse también, tal vez hasta el infinito. A veces, cuando leo textos sobre el estudio de los signos hay algo que me insinúa que ni siquiera un mismo signo “dice” lo mismo dos veces porque intervienen elementos como la intención, el contexto, la inflexión de la voz, las perspectivas desde donde se percibe, etc. Variables irrepetibles crean interpretaciones irrepetibles e infinitas... Pero temas como estos ya los trató Borges en sus cuentos y por esa razón resultan trillados.
       Regreso al título de mi blog. Por un momento pensé que le había dado un nombre inadecuado y por ello titubeé. Si uno sufre una decepción cuando se percata de que le ha dado un nombre ineficaz a algo, ¿cuánta frustración sentirá el mundo –el mundo de los humanos– cuando todos comiencen a sospechar que los nombres que se le dieron a todas las cosas probablemente nunca fueron los adecuados y que fracasan en contener la esencia de lo que se nombra?
       Y aún así he leído textos –aglutinaciones de nombres– que de hecho serían literalmente llaves, si fuera posible traducirlos a través de los planos ideal y material; he leído textos que guardan, enterrados, bajo capas y capas de retórica y encrucijadas lógicas, conocimientos prohibidos, por alguna razón prohibidos; he leído textos que son como las certezas o incertidumbres que el autor se murmura a sí mismo para trazarse un mapa y localizarse en algún punto del universo. Las palabras, los nombres, tienen algún poder más allá de lo aparente y pueden generar los matices necesarios para reproducir la realidad con gran fidelidad e incluso llegar a transmutarla.